Un «thriller náutico» tras el que el autor prometió no hacer más regatas con tripulantes desconocidos

Pasan los siglos y en la navegación a vela hay cosas que siguen inamovibles, por ejemplo, que barlovento estará siempre hacia donde tenemos que ir. Sin embargo, saber quién es quién a bordo ya es otro cantar. Al igual que los maridos engañados son los últimos en saberlo, una regata nocturna me tuvo en estos trabajos y prometí, sin éxito, no correr más con tripulantes desconocidos.
En esta ocasión, el desafío era una regata virando varios pedruscos ignotos en plena oscuridad, 24 horas de humedad, somnolencias, vómitos y otros aquejamientos; en suma, un programa atractivo solo para unos neófitos a los que un amigo aseguró que era divertido y que desconocían las realidades de a bordo en un pequeño velero.
Mientras hacía el transporte del barco al puerto de largada, mis pensamientos podían cambiar de rumbo a gusto y necesidad, ora si los spinnakers están preparados, ora si bajamos todo lo sobrante y las dudas de siempre: ¿tendremos alguna vez la tripulación completa?, ¿habrá conseguido el armador invitar a ese amigo del club que se ofreció a último hora? Conseguir tripulantes experimentados siempre ha sido una árdua tarea.
La duda metafísica es si navegar con desconocidos diestros en la maniobra pero indiferentes o con nuestros amigos, que inexplicablemente a pesar del tiempo que llevamos navegando juntos, jamás logran izar el spinnaker sin hacer un ocho. Estoy seguro de que Cristóbal Colon, notable estratega, eligió a los hermanos Pinzón por sus capacidades náuticas más que por sus conocidas habilidades para contar cuentos de loros, aprendidos en sus incursiones por las costas africanas.
Aún sabiendo esto de memoria, tengo una enfermiza tendencia a invitar a Adolfo, que tiene un 82% de posibilidades de marearse antes de la primera hora de regata pero a su favor tiene un archivo inagotable de historias de señoras casadas. Sabemos que inventa y repite, pero no nos importa porque así las mejora. O a Ismael, que desaprende alguna que otra maniobra a cada regata pero trae postres árabes de nombres irreproducibles pero riquísimos.
En esa época, la elección de tripulantes estaba fuera de nuestro control. La escasez era tan grande que normalmente nuestra expresión final después de una arriada, con las velas por el agua, era:  «Es lo que hay». En líneas generales manejábamos un grupo consolidado, que llamábamos el elenco estable, combinado con otro móvil que designamos «artistas invitados». Esta regata no era la excepción. Cuando llegamos a puerto subieron a bordo los tripulantes del grupo de artistas invitados, que se metieron dentro de la cabina con la delicadeza de una manada de ñus cruzando un río en las praderas del Serenguetti. Había señores de chaqueta y corbata con cara de ir al banco con bolsos monstruosos. Íbamos a correr una regata de un día pero estos personajes traían un equipo como para toda una campaña antártica.

Tengo una enfermiza tendencia a invitar a Adolfo, que tiene un 82% de posibilidades de marearse antes de la primera hora.

En esta regata los artistas invitados eran mayoría, de manera que teníamos que manejar el liderazgo con inteligencia o correr el riesgo de un motín.
Jaime, mi navegador de confianza, me miraba inquisitivo como diciendo: «¿Y estos de dónde salieron?» Pero ahí estábamos, cañonazo, largada y a aprovechar el resto del viento portante de la tarde. Lo increíble es que todavía había algunos que se estaban cambiando, preguntando a los de afuera, si salían con ropa de agua o chándal.
A medida que la ciudad fue quedando atrás, el viento se fue cerrando y me di cuenta con Jaime de que nuestras decisiones tácticas eran recibidas por comentarios en voz baja, murmullos e interjecciones por los que adrizaban en barlovento y las órdenes más sencillas eran respondidas con frases del siguiente tenor: «Si ustedes dicen, pero miren que los de barlovento siguen en el otro bordo».
Nuestras solicitudes de información sobre accidentes en la costa, rachas de viento o maniobras de nuestros competidores eran contestadas por los rebeldes en forma contradictoria. No hubo más remedio que apelar a decretos del poder ejecutivo para virar. Además, mi pésima y degradante costumbre de llamar Gervasio a todos los tripulantes que no conocía o que no llegaba a reconocer en la oscuridad, no ayudaron a suavizar la tensión a bordo.
Era noche cerrada y de las que no se ve nada, no se podía escuchar quién era quién, ni ver quién decía qué. Entonces, desde la oscuridad de la cabina, una voz anunció que teníamos una inundación en progreso. «Sale del inodoro, que asco, creo que fue ese que no cerró la esclusa», dijo otra voz chillona desde las sombras.
Dile a «ese» que encienda la bomba de emergencia, les contesté, desagota en la pileta de la cocina para tener más volumen. Después de unos minutos de achique, «control de daños» informó que se cancelaba la cena pues el legendario pastel de espárragos preparado por mi suegra, ancestral receta antimareo de los pescadores de cangrejos del mar de Bering, flotaba en la pileta mezclada con pieles de plátano y otros elementos en una salsa inmunda. Confirmando el teorema «sinergia de las catástrofes» que dice que éstas se potencian a bordo unas con otras hasta el infinito, se inició una serie de desastres que finalizaron con una acostada de varios minutos en la cual una ola nos pasó por encima y mojó el tablero, no teníamos ni luz, ni instrumentos, ni cena, ni idea de donde estábamos.

Se metieron dentro de la cabina con la delicadeza de una manada de ñus cruzando un río en las praderas del Serenguetti

No creo en fabulas marinas, brujas y demás monstruos, creo en la preparación del barco y entrenamiento de la tripulación. La mala suerte no entraba en nuestro catálogo; si algo fallaba, era porque no había sido previsto y eso era mi responsabilidad. Sin embargo, ante lo que nos estaba pasando, las maldiciones del jinete sin cabeza y el holandés errante eran una simpleza.
«Ese», el tripulante misterioso, se había movido siempre en la oscuridad de la cabina, achicando y pasando sacos de velas a barlovento. Impecablemente vestido de blanco, no me imagino cómo se las había ingeniado para todavía no haber salido a mojarse a cubierta. Como el viento seguía apretando, agotadas las posibilidades de rizos y navegando ya con el G#3, no teníamos otro recurso que ir al foque.
Una idea perversa comenzó a rondarme hasta que no pude más y le espeté al que tenía al lado:

-Dile a ese que está adentro que vaya a envergar el foque.

-Quien yo -se escuchó desde la oscuridad.

-Sí, el de blanco -le ordené secamente, todo un alarde, teniendo en cuenta los 100% de humedad ambiente.
Enfundados en los trajes de agua, no se veía quien estaba adentro, por lo que reconocía mejor las voces que las caras. Gervasio 1, en el winche, Gervasio 2, a palear la driza al mástil y «ese», el sexto pasajero, a la proa. Sólo se escuchaban gritos, que deformados por el viento, parecían de dolor. Después de algunos minutos de alaridos, hice un horrible descubrimiento: un líquido rojo corría por cubierta desde la proa hacia la bañera. Cada ola la limpiaba en parte, pero al cabo de algunos segundos, al volver a alumbrar con la linterna, otra vez la cubierta se teñía de rojo.
Me invadió una culpa terrible, había mandado a proa a un absoluto inexperto. Tal vez con el cabeceo se habría apretado las partes contra la cornamusa de proa o arrugado el coxis contra el tangón. Yo estaba absolutamente desconcertado porque a pesar de los gritos y con la cubierta teñida de rojo, la maniobra se fue completando lenta pero segura y el barco ya navegaba con una escora adecuada.
Todos fueron volviendo trabajosamente de la proa. Antes de que yo pudiera abrir la boca para saber qué había pasado, alguien empezó a gritar

-Ezequiel, por favor, cámbiate las zapatillas, estás ensuciando todo el barco con tierra batida.

La realidad fue infinitamente peor que la más horrenda de mis pesadillas: teníamos un tenista a bordo.